Con 8 años me regalaron una novela ilustrada de “El Corsario Negro” de Emilio Salgari. Era una de estas ediciones de Bruguera en la que en una página estaba el texto escrito y en la siguiente aparecía la misma historia (no siempre tan correlativa) en formato cómic.

Como los adultos vieron que me gustaban las historias de piratas, me vinieron llegando otros títulos del mismo autor, dentro de los ciclos de los piratas de la Malasia, de las Bermudas y el preferido, que siempre fue Los piratas del Caribe. Devoré cualquier publicación que hubiera de piratas en las bibliotecas de los dos pueblos extremeños entre los que alternaba residencia y ya un poco más mayor, pero sin perder la afición por la novela de aventuras en general y en la de piratas en particular, fui descubriendo otros títulos de Walter Scott, Steinbeck, Arthur Conan Doyle, Augusto Váquez-Figueroa y, cómo no, Robert Louis Stevenson y La Isla del Tesoro, que es lo que nos ocupa.

En este último caso, ya conocedor de las historias reales de la piratería y de las diferencias entre corsarios, bucaneros, filibusteros y demás ladrones de mar, descubrí que el malo de la historia puede tener su parte de bondad, y me pareció, dentro del género de aventuras, una de las novelas más realistas que había leído jamás. Vi varias películas (incluyendo cosas tan pachuchas como El Planeta del Tesoro o Los teleñecos en la Isla del Tesoro) y seguí, siempre aficionado a cualquier cosa que tuviera que ver con este subgénero de la novela de aventuras, atento a todo lo que apareciera, incluyendo las secuelas infames de Piratas del Caribe.

Me pregunté recientemente si se habría hecho algo relativo a esta línea argumental en el mundo del teatro. Sí que las hay, y no pocas, pero eso no ha impedido el desarrollo de este proyecto porque es el nuestro, porque llevará un sello de calidad indiscutible y una revisión del texto original cuidadosa, atenta y muy fiel.