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Alicia Trueba – Microponencia en el Encuentro ‘Las artistas que hay en mí’, 6 de marzo de 2019.

Ha habido muchas mujeres que han sido una referencia para mí desde que era una niña. Bailarinas, profesoras y actrices que de alguna manera influyeron a lo largo de mi vida. Pero hay un encuentro clave en mi trayectoria profesional con una mujer llamada Ariane Mnouchkine hace 20 años, en París, que marca un antes y un después. Una mujer que ha permanecido como una especie de guía desde entonces y que, sin conocerla personalmente, ha estado presente en mis decisiones más importantes, de una forma casi inconsciente. Ha sido solo hace unos meses que caí en la cuenta de lo mucho que este encuentro marcó el destino de mi proyecto futuro.

Esta mujer es un coloso del teatro desde hace más de cincuenta años, y su compañía, Le Théâtre du Soleil, un ejemplo de trabajo colectivo creador.  Ariane Mnouchkine nació en Francia en 1939. A los 20 años, cuando aún era estudiante de psicología en la Sorbona, se estableció con un grupo de teatro independiente. En 1964, este grupo se convirtió en el Théâtre du Soleil. En 1970, se instaló en la Cartoucherie del bosque de Vincennes, una vieja fábrica, antiguo arsenal del ejército, en las afueras de París, que la compañía usaba para ensayar y que transformó en teatro. (En la década de los 70, Mnouchkine y el Théâtre du Soleil, celebraron su primer éxito internacional con la legendaria obra 1789, inspirada en la revolución francesa). Su objetivo fue establecer nuevas relaciones con el público y distinguirse del teatro burgués para hacer uno popular de calidad.

Me gustaría detenerme especialmente en el recuerdo del espectáculo de “Tambours sur la Digue” de otoño de 1999: Todo ha sido pensado para que la llegada a la Cartucherie sea amable y mágica. Un autobús gratuito conduce a los espectadores de la estación de metro más cercana a este inmenso centro teatral en donde conviven cuatro teatros, además del Théâtre du Soleil. El sitio, en el corazón del bosque de Vincennes, es un remanso de paz. El espectador es el personaje central de la aventura. Cada noche lo recibe la propia directora, ella es quien hacía el control de las entradas. El interior del teatro es pura convivencia: restaurante popular, librería, encuentro con los actores que se maquillan, acogida de la directora, una gradería en donde se ve perfectamente bien desde cualquier punto. La música siempre es en vivo, los espectáculos, una garantía de calidad y compromiso.

Me gustaría terminar con algunas reflexiones recogiendo las palabras de la propia Ariane Mnouchkine, una dosis de inspiración en estado puro:

Concibo el teatro como un lugar de encuentro, de comunión, de identidad colectiva. Es el “palacio de las maravillas”, como decía Meyerhold. Allí alimentamos nuestro corazón, nuestro estómago, nuestro cuerpo. Vamos al teatro para tener confianza unos en otros. Incluso cuando vemos una tragedia, la Orestea por ejemplo, el hecho de verla juntos, de ver que los actores se han tomado tanto tiempo para elaborar ese espectáculo, nos devuelve la confianza en el ser humano. Incluso en el silencio, a través de la piel, nos decimos que nos parecemos. El público se habla aún sin hablarse.

El teatro es una especie de milagro. En ese momento compartido con nosotros, los actores se ponen la máscara y los espectadores se la quitan. Compartir la comida es un signo de amistad, de ternura, tenemos ganas de que estén bien alimentados, de que no tengan hambre durante el espectáculo. De que tengan tiempo de calmarse y de olvidarse de las situaciones conflictivas del día o de su trabajo. Creo que el teatro es, durante algunas horas, una utopía. 600 personas que respiran juntas, que no se matan, que no se pelean todo el tiempo, que se miran, que se hablan. El teatro es un reflejo de lo que el mundo podría ser

“Un teatro no es ni una boutique ni una oficina ni una fábrica. Es un taller para encontrarse y compartir. Un templo de reflexión, de conocimiento, de sensibilidad. Una casa donde debemos sentirnos bien, con agua fresca si tenemos sed y algo para comer si tenemos hambre”.

“Me empecino en decir que no es ni ilegítimo ni ilógico pensar que la cultura debería ser subvencionada por todos los ministerios a los que les rinde servicios inestimables. Es notorio que somos útiles para la salud mental, ayudamos a prevenir la delincuencia y la violencia, somos eficaces contra la ignorancia, somos portadores de la imagen honorable de Francia en el exterior; por lo tanto somos indispensables a los Ministerios de Salud, de Justicia, del Interior, de Educación, de Turismo y de Relaciones Exteriores, sin olvidar al de Juventud y Deportes, y al de Asuntos Sociales”.

«Y lo más importante, digamos a nuestros hijos que llegan a la tierra casi al principio de una historia y no en su final desencantado. Todavía están en los primeros capítulos de una epopeya larga y fabulosa de la que serán, no los engranajes silenciosos, sino, al contrario, los autores inevitables. Deben saber que, afortunadamente, tienen una obra, compuesta de mil obras, para realizar, juntas, con sus hijos y los hijos de sus hijos. Digámoslo alto y claro, porque muchos de ellos han escuchado lo contrario, y creo que eso los desespera. ¿Qué mejor legado podemos dejar a nuestros hijos que la alegría de saber que la génesis aún no ha terminado y les pertenece? ¿A qué esperamos?»