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El teatro de lo innombrable

Por Paco Gómez Nadal

Es fácil despistarse, creer que se es lo que no se es, querer ser lo que no se es, evitar las preguntas que nos desnudan, vestirnos de marca de imitación para simular una vida que nunca estará a nuestro alcance.

Es imposible fingir la conciencia de clase en un escenario. Cuando se intenta, el resultado es un pasquín o una diatriba, un discurso pomposo o una intelectualización que jamás podrá oler a sudor, raspar como la ropa ajada, saber a menú barato de comida rápida en una vida ralentizada. Por eso lo que produce ‘Mujer en cinta de correr sobre fondo negro’ es una sensación de honestidad casi dolorosa.

Alessandra García está sola en escena –aunque en la construcción de la pieza hayan participado hasta diez almas y aunque muy cerca, a unos pocos metros, la ayudante de dirección Violeta Niebla sostenga el aliento- pero lleva consigo su barrio, sus calles, su gente, su acento, su cultura, su clase, al fin. “Cuando caminas me cuentas tu dinero”, espeta… y entonces uno revisa su caminar, su recorrido (“los pobres son de recorrido muy situacionista”). Te abofetea con un “¿eres alguien en valor?” y empiezas a pensar en tu posición en el mundo, en cómo miras en cómo te ven. La protagonista, en un equilibrio difícil entre la reflexión de clase y la bufonada cargada de munición inapelable, reflexiona:  “yo soy esa parte de la soçiedá que no se da cuenta de que e pobre, de que contribuye a la semiecclabiyú laborá creyéndose una primé mundo a la última”. Segundos después, llega a la conclusión abierta que el resto deberíamos haber alcanzado hace tiempo: “cuánta historia ha hecho falta pa que yo piense eso”.

Pensar, pensar desde la honestidad. Las risas que provoca ‘Mujer en cinta de correr sobre fondo negro’ no pueden ser niebla para el pensamiento crítico, porque el texto de Alessandra –y su brutal actuación- ha sido parido para que nos rompamos la cabeza, nos pongamos el espejo y nos atrevamos a hacer las preguntas de las que solemos huir.

Si hablamos de teatro, este es el del bueno. Cuando la dramaturgia, la escenografía, la iluminación, la música, todo está al servicio de un propósito; todo crea la burbuja en la que, durante una noche de la época más consumista y alienante del año, puedes atreverte a ser en lugar de mantener ese “querer ser” que impone la cultura de la simulación de este capitalismo fantasmagórico que hace pensar a una chica de barrio que es una pija de familia adinerada, que empuja a un chico de clase obrera a ponerse unas zapatillas de imitación para pisar firme los pocos metros que aguantan sin mancharse del barro de la vida. La actriz –y directora y autora de los textos- sostiene sin aparente esfuerzo (ese es el truco) un ritmo pensado al detalle para que que el tejido se tense.

La honestidad es tal que el libreto, disponible a la salida de la sala-burbuja, nos regala los textos en andaluz, el lenguaje estigmatizado y ridiculizado tantas veces y que algunas, como Alesssandra, defiende como eje esencial de su identidad.

173.141 habitantes de Santander se han perdido la oportunidad de sentir la agitación de quien pregunta, de quien porta un espejo sin curvatura. Es difícil saber cuántas de las pocas decenas que asistieron a la exhibición teatral y humana están aún pensando en el torbellino que trató de provocar esta mujer que sobre la cinta de correr que es la vida en el capitalismo (somos como los hámsters que creen que el universo es una noria giratoria eterna) se miró desde fuera para obligarnos a mirarnos dentro.

Termina la obra con un fragmento dedicado a los motes, esa forma de “recordar, de nombrar” a los invisibles. “Destacar el error y convertirlo en recuerdo, en cariño, en único en parte de una comunidad”. Esta ‘caminanta malagueña’, por nombrar a Alessandra García, nos va a dar muchas más sorpresas en el futuro. De momento, su teatro de lo innombrable, de la clase obrera, del barrio, de la periferia que habitamos creyéndonos centro, es un soplo de aire fresco en medio de tanta impostura (a veces, también escénica). Gracias.