¿Y si no estuviéramos muertos?
Por Paco Gómez Nadal
Es cierto: el cabaret fantástico de El Café de las Artes te hace reír, logra sumergirte en una atmósfera masticable, permite que varias generaciones se amalgamen en la caja negra de García Morato, 4, hace caber el universo en unos pocos metros cuadrados y logra que durante hora y media el mundo exterior –tan hostil, tan lleno de insatisfacción, de abrazos perdidos y de horas mal pagadas- desparezca del alma como en un buen truco de magia.
Todo eso es cierto… pero a mi el cabaret fantástico me provocó anoche muchas preguntas: ¿Y si realmente no estuviéramos muertos?, ¿y si dentro, en algún lugar del adn ancestral, siguiéramos siendo todas niñas y niños?, ¿y si usted o yo pudiéramos deslizarnos por un mástil chino con la facilidad con la que nos lavamos los dientes?, ¿y si sólo nos hiciera falta pintar nuestra cara con una base blanca y sobre ella trazar una sonrisa amarga de payaso para tener la capacidad de empatizar con cualquier ‘otro’?, ¿y si guardamos la memoria de lo que no hemos sido a la espera de una pista de circo, o de una sala de teatro en penumbra en la que desnudar nuestra historia no realizada?
Se podrá decir que no pude relajarme, que estuve pensando en lugar de dejarme llevar por el espectáculo, que mis reflexiones no son más que la constatación de un fracaso artístico o de una pedrada cósmica que tengo alojada en el lóbulo parietal… pero no, créanme, cuando un espectáculo de circo, humor y música genera ese huerto de interrogantes es que ha dado en al diana. Así que déjenme invitarles a traspasar las puertas de la realidad, a mezclarse con los 10 muertos más llenos de vida que se van a encontrar jamás, a entender –en contra de científicos y teóricos del materialismo dialéctico- que el juego, la risa, el llanto y la acrobacia son los cuatro elementos básicos que conforman el universo.
Esta nueva edición del cabaret fantástico es ante todo un viaje, como casi todo lo que merece la pena en la vida. En este viaje por el tiempo y las emociones nos acompañan seres que alguna vez fueron y que sólo vuelven a ser durante el tiempo en que este cabaret está abierto –corran, porque sólo lo estará estos 1 y 2 de diciembre-. No son zombis. Nada que ver. Los 10 personajes construidos por las vivas gentes del Café de las Artes, con la dirección artística de Anthony Mathieu y la iluminación de Flavia Mayans, son la antítesis del mundo-zombi que vivimos. No comen vida, sino que generan vida; no vagan por la tierra purgando su desesperación, sino que sonríen –lloran, que llorar no está prohibido excepto en este mundo de excepcional felicidad envasada- y juegan para celebrar esos minutos del regreso; no representan al capitalismo zombi que aliena y dispersa, sino que convocan a un aquelarre de alegría y buen humor sin valor de intercambio.
El viaje está repleto de buen circo, de música en directo halada por la voz preñada de voces de Alicia Trueba, de acentos diversos, de humor complejo, de invitaciones a la vida, de guiños a esa muerte siempre presente entre los vivos. Y el viaje se hace en compañía. La noche no hubiera sido igual sin la sonrisa del vecino de butaca, sin el desorden del coqueto ambigú del Café de las Artes, sin las caras de felicidad que se dibujaban en el breve descanso en el que la sala es transformada para el segundo asalto, sin la voz de la niña que preguntaba sin pudor sobre lo que ocurría en el escenario cercano: “¿qué hace el payaso?”. Y el payaso hacía lo que el resto de sus 9 compañeros y compañeras: componer con cuidado y poco a poco una historia mínima que –por las preguntas que me provocó- creo que era una historia máxima.
No sé si el colectivo que armó esta bendita y breve locura es consciente –imagino que sí-, pero donde se producía un gag yo también vi metáforas sobre el significado de estar muerto en vida, donde las voces parecían ser sólo comprendidas por los actores y actrices yo escuchaba el lenguaje universal de la diversidad, donde el acordeón o el clarinete daban la nota para marcar el tiempo o para resaltar un número yo sentía una mano en la que confiar para acompañar el viaje de mis iguales por las dudas o, quizá, por algunas certidumbres.
La música invoca a la música y recuerdo a Canta Mercedes Sosa erizaba la piel al cantar: “Cuando yo te abrazo, no te abrazo sola, te abraza conmigo una eternidad” y anoche, en el cabaret fantástico, yo sentí que no podré estar solo nunca más, sino que viajan conmigo la eternidad, los ancestros, la historia viva del circo, la música de todos los tiempos y lugares, las sonrisas de todas las edades y en todos los idiomas, la posibilidad de soñar más allá de lo permitido, el niño que no pude llegar a ser y que siempre espera un desliz, un cabaret fantástico quizá, para salir de paseo sin destino sobre una suave nube para transitar este momento de la historia tan áspero, tan poco fantástico.