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Por Paco Gómez Nadal
Hay veces que el tiempo cobra sentido. No siempre es así. Su uso, tan frívolo, tan irresponsable en la era del todo vale, también puede ser un ejercicio minucioso y tenso en el que cada segundo esté en el lugar preciso provocando un agujero de gusano por el que las emociones ya pueden viajar gracias al atajo creativo. No es fácil que el tiempo nos regale esa oportunidad ¿cósmica?, pero les vengo a hablar de 13’35’’, de 815 segundos en los que el agujero se mantuvo abierto de par en par. Fue aquí, en el Café de las Artes. Una sala de artes escénicas, un cajón negro repleto de público hasta sus límites físicos. Un espectador sentado allá arriba, en el puente desde el que alguien controla la magia de la luz o los bajos de unos bafles. Dos o tres personas más a su lado. Público en el suelo sobre cojines, público evitando la columna que ningún arquitecto imaginó como disrupción escénica, público muy de la danza y público sin etiqueta listo para habitar lo diverso.
Es la fría noche de un sábado 12 de enero calentada por la buena vibra de la buena gente de Reunión en Danza (RED): uno de esos ejemplos de siembra paciente que un par de motores con piernas y corazón arrancan y que, en poquísimo tiempo, da frutos libres de pesticidas y de miserias culturales. Público por todos lados y uno se imagina la sonrisa interior de los organizadores del cuarto RED cuando las entradas ya no son suficientes para reconocer su trabajo. En escena, cinco propuestas de danza contemporánea que tejen una imagen de la diversidad. Y la diversidad es así: maravillosa por lo que tiene de crisol, perturbadora por lo que tiene de desigual. La diversidad –la creativa también- es buena por eso, por ser diversa, aunque no todo lo que contenga nos guste o nos parezca con-sentido o reúna las mismas dosis de calidad, ruptura o emoción que uno le exige a la escena.
La diversidad del 12 de enero estaba clasificada en su mayoría en lo que denominamos como “emergente”, es decir, artistas que empiezan a serlo y que construyen con la ayuda de otros ojos, de otros saberes. Esa es el gran aporte de RED: hay una zona pública de danza que todos podemos ver, pero hay un trabajo en privado con muchos-diversos ojos que ayudan a que lo emergente trascienda a otra etapa, más ‘cerrada’, más necesaria para el público, que no deja de ser otra diversidad de cazadores de segundos imprescindibles que conmuevan, que muevan o que remuevan la somnolencia emocional de la era del simulacro.
La danza contemporánea, en los últimos tiempos, parece en búsqueda de un nuevo planeta que habitar, cuando al final lo mejor es recordar de dónde se procede. Quizá –opinión de lego espectador con algo de danza en la retina- lo performático nos resta tiempo para la danza; quizá la palabra o el gesto actuado nos roba segundos al cuerpo; quizá el planeta de subsistencia para la danza sea el de la danza: el cuerpo trabajado desde la difícil conjunción de técnica-interpetación-emoción… sólo quizá. Algo similar ocurre en territorios de la poesía performática o de algunos recodos de la videocreación: hay un batido de lenguajes muy de la posmodernidad euroocidental que mezcla ingredientes y que no siempre logra un nuevo sabor reconocible.
Hay un quizá en todo y hubo varios quizás en la noche de RED –cuestionado con una frágil contundencia por la coreógrafa y bailarina Melanie López y sus 17 pétalos de honestidad dancística- hasta que Alexandre Fandard elimino las sombras y puso en en escena 13 minutos y 35 segundos de danza contemporánea en estado puro, de discurso sin verbo, de verbo sin palabras, de filosofía sin moraleja, de un ejercicio artístico profundo de esos que provoca el pliegue creativo, el agujero de gusano por el que el público puede despeñarse sin miedo a salir ileso. 13’35’’ de imágenes ya imborrables y de un cuerpo trabajado con disciplina y puesto al servicio de una narrativa escénica sin necesidad de trucos, ni de excesos, ni de atrezo.
Y ya está. Es decir, todo lo contenido en la cuarta edición de RED fue valioso, enriquecedor y prometedor, pero hubo 13’35’’ necesarios. Y cuando el tiempo se llena de lo necesario cuesta recordar con claridad todo lo demás… En eso debería consistir la alquimia de las artes escénicas, de la danza contemporánea en este caso: más allá de los gustos o de los estilos, hay pequeños instantes fundamentales que contienen las preguntas sin respuestas que atormentan a la humanidad pensante. Si uno ha asistido a uno de esos momentos, debería ser capaz de identificarlo.
Si algo me ha cautivado de la danza contemporánea desde hace ya dos décadas de afición es la limpieza de la misma, la capacidad de prescindir de adornos, la renuncia al barroquismo escénico, la posibilidad de golpear en la mandíbula o en el corazón del espectador con el cuerpo no más, la apuesta estética como una forma de ética -como “el asombro ante la existencia”-… Todo ello estaba contenido en “Quelques-uns le demeurent”, la pieza de Fandard, pero habitaba entre múltiples silencios. Parafraseando a María Zambrano, bailar sería, en este caso, “defender la soledad en la que se está” y la soledad sólo es descifrable desde los silencios. “La verdad necesita de un gran vacío, de un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se entremezcle con la suya, desfigurándola”, escribía la filósofa. Tras pasar por el agujero de gusano abierto anoche en el Café de las Artes, creo que el mérito de Fandard, además de su calidad técnica o de la honestidad intelectual de su coreografía, fue el saber provocar unos inmensos silencios y luego saber habitarlos para así sacarnos de nuestro ensimismamiento. Todo un regalo.