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Por Paco Gómez Nadal

Me gustan las creadoras comprometidas con su tiempo porque el arte es político desde el momento que se relaciona con una realidad que, en este momento de crisis civilizatoria, es dolorosa. El silencio no parece una opción. Pero el arte dispone de armas poderosas que, además, empujan al espectador a pensar, a indagar, a sacar sus propias interpretaciones, a dejarse sumergir en su propio mundo partiendo de las provocaciones o de las cáscaras de plátano que las creadoras deslizan al pie de las gradas. Por eso, la frontalidad, a veces, riñe con las propuestas escénicas.

Bruja, el trabajadísimo espectáculo que acogió el Café de las Artes unas horas antes de que el grito feminista se tomara las calles de la ciudad, tuvo momentos maravillosos pero, desde mi punto de vista, pecó de inflación de relato. Salir del teatro con la sensación de haber estado en un taller discursivo no sé si es de las experiencias que una espera cuando apela a lo dancístico.

Veámoslo así: una va a ver danza contemporánea y sabe –y le gusta- que el trabajo de Milagros Galiano y Yolanda Gallego tiene enfoque feminista y voluntad de meter el dedo en algunas de las yagas más silenciadas –la opresión de la mujer por las Mujeres Función del Hombre-. Y va con ganas y con expectación. Pero el trabajo dancístico va dejando a cada minuto más espacio al relato y el relato termina comiéndoselo y desde las gradas la sensación es que una hora larga se le hace poco a las danzantes para hacer una tesis doctoral en la que la creación pierde fuerza conforme avanza el discurso.

Y una se siente un poco traicionada porque todos los elementos están ahí: dos danzantes que son buenas y que han trabajado montones, una iluminación que acompaña de forma magistral el espectáculo, un inicio maravilloso y una propuesta provocadora… pero al rato la emoción es suplantada por el discurso y el poder del arte va disminuyendo conforme toma el control el relato.

“Me volví a meter cuando hicieron la parte más teatral”, me contaba una espectadora al final. Pero es la danza la que predomina en Bruja y el teatro, elemento marginal de la propuesta, no parece estar aceitado, como tampoco los muchísimos cambios de ritmo musical o los finales –porque no pareció haber uno-.

Bruja tiene imágenes poderosas, instantes que llegan a agarrar las emociones para perturbarlas pero suelta al público en ese empeño por contar las cosas de forma demasiado evidente. Sugerir es transgredir, dejar ventanas abiertas es respetar la libertad del espectador, pero a Wicca Danza creo que le pudo el deber de concienciar y se le fue la mano.

Escribía hace décadas Victoria Sau que “liberar a la madre es el mayor acto de amor que pueda darse. Porque la propia liberación indica que la madre-función-del-Padre no ganó la partida, de modo que quien la ganó en parte alícuota fue la huérfana que había en ella, la mujer sin más. Es como si la hija feminista – toda liberación humana pasa por el feminismo lo reconozca algunos/as o no – hubiese pagado la fianza para sacar a su madre de la cárcel, independientemente de que algunas madres no lo entiendan así y prefieran seguir en ella”. Y Wicca danza apuesta por esa liberación pero llevándonos demasiado de la mano, tanto que la videocreadora que habita en la coreógrafa no pudo reprimirse y terminó con una larga creación tan discursiva como el resto de la propuesta. Una muestra del amor del artista es dejar todo el margen posible a la libertad del espectador y no pasearlo agarrado de la mano por su propuesta de relato. Aquí es donde creo que falló Wicca.

Lo demás, más que bien: la profesionalidad sin matices de la compañía, el trabajo detrás, debajo y alrededor de la propuesta, una noche con público y con ganas, un Café de las Artes que sigue recibiendo con abrazo y sentido, una fecha elegida al pelo, una tregua en el frío, un calentamiento de las gargantas antes de gritar que –repito a la voz de Sau- “toda liberación humana pasa por el feminismo lo reconozcan algunos/as o no”…